Quise hacer un dibujo de mi padre. Un retrato. Primer plano.
Parecía fácil. Tenía la fotografía. Podría bocetar siguiendo las líneas
principales. Los ojos. Primero los ojos. Siempre hay que empezar por los ojos.
Conseguir plasmar la expresión que poseen. Es fundamental. De ahí sale el
aspecto, el aire, la apariencia. Luego, contornear el peculiar talante
secundario.
Un lápiz. Con un lápiz conseguiría delinear los párpados.
Hice un trazo suave, incompleto, sugiriendo su apertura triste. El iris, la
pupila. La pupila llevaba una gota de luz. Y habría que ponerla simétrica y
delicadamente en ambos lados. Excéntrica. Apenas un brillo. Un viso diminuto
que reflejara la lámpara que iluminaba esa cabeza. La que volcaba blanco en la
frente, un brochazo níveo, suprimiendo los límites de la mejilla. Después iría
tinta china y aguada. Aguada de distinto acento. Como si hubiera noches de
negrura disímil; manteniendo la limpieza argentina, nacarada casi, del frontal
de mi padre pensativo, que miraba adelante.
Lo estudié mejor.
Debía captar la claridad que ingresaba por la izquierda y
arriba. Y a pesar de eso, la oscuridad de toda la figura. Dibujaba, corregía.
Hacía medios tonos. Graficaba. Reclamaba el tinte de su piel. Pretendía buscar
la dignidad de su persona. Los atributos que la mostraran. Que esté, sin
borronearla, su condición; la impronta digital de su nombre completo y
apellido.
La apagada irisación de las facciones alteraba el esbozo.
Resultaba, al fin, difícil aprehenderlo.
La nariz. Mi padre tenía nariz aguileña. No podía trazarla
pura porque resaltaría sobre la melancolía general de la figura. Tenía que
dejarla cenicienta del costado derecho, sin bordes, y en la otra parte de la
cara sacar todos los frunces y arremangos del severo rictus, quedado en el
momento justo del disparo, el flash, la foto; o –al revés- ponerlos a todos
para que fosforecieran.
Fui observando señales.
Cuando llegué a la boca tuve otro problema. La boca de mi
padre carecía de labios. O los tenía como una línea preocupada, estrecha. Lo
humano se concentraba allí como una tormenta contenida. Había tanto que decir
¿no es cierto? por dónde comenzar ¿era así?
Las orejas grandes, armoniosas, en el cráneo enhiesto,
inteligente, con el pelo entrecano de los sesenta, cuando alguien, quizás yo
mismo, abrió el obturador para atraparlo en el momento exacto en que él se
manifestaba casi por completo. Casi. Papá no se brindaba de manera sencilla. Él
se guardaba mucho. No por reticencia o mezquindad, sino por pudor. Tenía
decoro. Solo se mostraba entero en poesía.
Supe que entre la imagen y el tesoro interno del modelo
residía el secreto, la llave, del retrato. Ahora, cómo dibujar la diferencia.
Cómo, con las técnicas del arte, plasmar lo intangible de mi padre. Era
complicado. Aunque lograra una estampa que se le aproximara, siempre estaba lo
lejos como algo inasible.
¿Cuánto de monte, tierra o río; cuánto de horizonte o cielo,
residía o volaba en su fisonomía?
Lo noté con el lápiz en la mano. Me convencí al ver que se
escapaba su vigor, la misteriosa hondura del escriba.
La representación siempre estaría distante del carácter, aun
copiando fielmente aquellos trazos duros, o la placidez simple del silencio, o
la bondad y ternura aquerenciada en el rostro. Esas cosas opuestas de su cara.
La faz contradictoria de un artista. Espejo múltiple de sueños, tal vez de
pesadillas. Quizás, luchas del alma. Victorias y derrotas del verso y el vacío.
Una silueta sintetiza infinidad de palabras. Las palabras,
infinidad de pensamientos. Los pensamientos, miles de recuerdos. Pero, cómo con
pigmentos contar esos recuerdos. Ahí enfrente estaba un hombre. Que encima fue
mi padre. Una vida es mucho para suspenderla en una imagen sola. No lograba que
laberintos de incontables días pudieran sujetarse de una mancha. Ni podía reducirlos
a un lustre, una pincelada. No conseguía que lo remoto y bello del semblante se
volviera croquis, esbozo, espacio, punto, raya.
Miré la foto. Se correspondía bastante con el original, pero
no lo abarcaba. Miré el dibujo. El dibujo estaba más separado aún. A mi torpeza
en la pintura, se le sumaba el tiempo. El tiempo entre el clic que lo guardó
como instantánea, y esa tarde en que ensayaba evocarlo para un cuadro. El
tiempo como lavandina. El lapso en que la emoción produce agua; período de
invento de cosas y detalles. El turno en que decantan infinitos cruces en
abrazo y abrigo. La época hueca que sobrevino al adiós, cuando nos despedimos
un día como este. Esas mudanzas y andenes de la vida. Ese dolor.
Dejé el lápiz, la goma. Limpié el plumín y los pinceles.
Tiré la cartulina. Cerré la tinta china y arrojé las tapitas de grises y de
negros.
Comprendí que el retrato que quería ya lo tenía adentro mío
sin agrimensura ni reglas de simetría. Me habitaba con reluciente voz (Sin
crítica no hay escritura. Era así), con carnadura buena, con análisis de
madrugada en la cocina sobre los desquicios del país y las cordilleras de la
literatura, sus valles y abismos, sus quebradas. Lo tenía en libros,
anotaciones, cartas y esquelas. En pluralidad de perfiles, muchos más ricos que
el ceño de una foto o la idea de un encuadre. Y lo tenía neto por momentos y
confundido otras veces, pero siempre conmigo en primer plano, indeleble, firme
en la memoria; y descubrí que resultaba imposible sacarlo de ese reino.
A.S. (hijo)
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