lunes, 7 de agosto de 2017

EN MEMORIA DE ALBERTO SZRETTER (Fallecido el 6 de agosto de 1999)

Quise hacer un dibujo de mi padre. Un retrato. Primer plano. Parecía fácil. Tenía la fotografía. Podría bocetar siguiendo las líneas principales. Los ojos. Primero los ojos. Siempre hay que empezar por los ojos. Conseguir plasmar la expresión que poseen. Es fundamental. De ahí sale el aspecto, el aire, la apariencia. Luego, contornear el peculiar talante secundario.
Un lápiz. Con un lápiz conseguiría delinear los párpados. Hice un trazo suave, incompleto, sugiriendo su apertura triste. El iris, la pupila. La pupila llevaba una gota de luz. Y habría que ponerla simétrica y delicadamente en ambos lados. Excéntrica. Apenas un brillo. Un viso diminuto que reflejara la lámpara que iluminaba esa cabeza. La que volcaba blanco en la frente, un brochazo níveo, suprimiendo los límites de la mejilla. Después iría tinta china y aguada. Aguada de distinto acento. Como si hubiera noches de negrura disímil; manteniendo la limpieza argentina, nacarada casi, del frontal de mi padre pensativo, que miraba adelante.
Lo estudié mejor.
Debía captar la claridad que ingresaba por la izquierda y arriba. Y a pesar de eso, la oscuridad de toda la figura. Dibujaba, corregía. Hacía medios tonos. Graficaba. Reclamaba el tinte de su piel. Pretendía buscar la dignidad de su persona. Los atributos que la mostraran. Que esté, sin borronearla, su condición; la impronta digital de su nombre completo y apellido.
La apagada irisación de las facciones alteraba el esbozo. Resultaba, al fin, difícil aprehenderlo.
La nariz. Mi padre tenía nariz aguileña. No podía trazarla pura porque resaltaría sobre la melancolía general de la figura. Tenía que dejarla cenicienta del costado derecho, sin bordes, y en la otra parte de la cara sacar todos los frunces y arremangos del severo rictus, quedado en el momento justo del disparo, el flash, la foto; o –al revés- ponerlos a todos para que fosforecieran.
Fui observando señales.
Cuando llegué a la boca tuve otro problema. La boca de mi padre carecía de labios. O los tenía como una línea preocupada, estrecha. Lo humano se concentraba allí como una tormenta contenida. Había tanto que decir ¿no es cierto? por dónde comenzar ¿era así?
Las orejas grandes, armoniosas, en el cráneo enhiesto, inteligente, con el pelo entrecano de los sesenta, cuando alguien, quizás yo mismo, abrió el obturador para atraparlo en el momento exacto en que él se manifestaba casi por completo. Casi. Papá no se brindaba de manera sencilla. Él se guardaba mucho. No por reticencia o mezquindad, sino por pudor. Tenía decoro. Solo se mostraba entero en poesía.
Supe que entre la imagen y el tesoro interno del modelo residía el secreto, la llave, del retrato. Ahora, cómo dibujar la diferencia. Cómo, con las técnicas del arte, plasmar lo intangible de mi padre. Era complicado. Aunque lograra una estampa que se le aproximara, siempre estaba lo lejos como algo inasible.
¿Cuánto de monte, tierra o río; cuánto de horizonte o cielo, residía o volaba en su fisonomía?
Lo noté con el lápiz en la mano. Me convencí al ver que se escapaba su vigor, la misteriosa hondura del escriba.
La representación siempre estaría distante del carácter, aun copiando fielmente aquellos trazos duros, o la placidez simple del silencio, o la bondad y ternura aquerenciada en el rostro. Esas cosas opuestas de su cara. La faz contradictoria de un artista. Espejo múltiple de sueños, tal vez de pesadillas. Quizás, luchas del alma. Victorias y derrotas del verso y el vacío.
Una silueta sintetiza infinidad de palabras. Las palabras, infinidad de pensamientos. Los pensamientos, miles de recuerdos. Pero, cómo con pigmentos contar esos recuerdos. Ahí enfrente estaba un hombre. Que encima fue mi padre. Una vida es mucho para suspenderla en una imagen sola. No lograba que laberintos de incontables días pudieran sujetarse de una mancha. Ni podía reducirlos a un lustre, una pincelada. No conseguía que lo remoto y bello del semblante se volviera croquis, esbozo, espacio, punto, raya.
Miré la foto. Se correspondía bastante con el original, pero no lo abarcaba. Miré el dibujo. El dibujo estaba más separado aún. A mi torpeza en la pintura, se le sumaba el tiempo. El tiempo entre el clic que lo guardó como instantánea, y esa tarde en que ensayaba evocarlo para un cuadro. El tiempo como lavandina. El lapso en que la emoción produce agua; período de invento de cosas y detalles. El turno en que decantan infinitos cruces en abrazo y abrigo. La época hueca que sobrevino al adiós, cuando nos despedimos un día como este. Esas mudanzas y andenes de la vida. Ese dolor.
Dejé el lápiz, la goma. Limpié el plumín y los pinceles. Tiré la cartulina. Cerré la tinta china y arrojé las tapitas de grises y de negros.
Comprendí que el retrato que quería ya lo tenía adentro mío sin agrimensura ni reglas de simetría. Me habitaba con reluciente voz (Sin crítica no hay escritura. Era así), con carnadura buena, con análisis de madrugada en la cocina sobre los desquicios del país y las cordilleras de la literatura, sus valles y abismos, sus quebradas. Lo tenía en libros, anotaciones, cartas y esquelas. En pluralidad de perfiles, muchos más ricos que el ceño de una foto o la idea de un encuadre. Y lo tenía neto por momentos y confundido otras veces, pero siempre conmigo en primer plano, indeleble, firme en la memoria; y descubrí que resultaba imposible sacarlo de ese reino.

 

A.S. (hijo)

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